Novela:
EL RECUERDO DE LOS AÑOS PERDIDOS
Por: Gordon McAllister
Capítulo 1.
Capítulo 1
Una ceremonia en honor a los caídos y a los
sobrevivientes
Año 2015
Barcelona, España
Habían pasado muchos años, pero aquella
noticia llegó como una tormenta plagada de truenos y relámpagos, reviviendo
recuerdos dolorosos y volviendo a destrozar heridas que ya casi estaban sanas.
Ahí estaba, en primera página, y no podía pasar desapercibida...
Benjamín Azcárraga, un anciano octogenario, vio el
artículo de prensa que lo sorprendió, cual si fuera una cachetada inesperada. En
apariencia, era una nota periodística intrascendente, que daba cuenta de un
acontecimiento sucedido en la República de Kazajistán, en medio de la firma de
unos acuerdos comerciales entre el Presidente de España Arturo Rajoy y el
Presidente de Kazajistán, Nursultan Nazarbayeb, sobre inversiones españolas en
el país número nueve del mundo en recursos de gas, petróleo y minería, como lo era la República
de Kazajistán.
La sorpresa, decía el artículo, fue cuando el
Presidente Nazarbayeb le entregó de regalo a Arturo Rajoy, un par de libros forrados
en cuero azul, que contenían las fichas personales de un gran número de
ciudadanos españoles que habían perdido su libertad entre 1939 y 1954, y que habían
sido hechos prisioneros y enviados a los Gulags,
o sea, los campos de concentración, que la Unión
Socialista Federativa Soviética de Rusia, (La Unión Soviética), había
mantenido abiertos, entre otros, en uno de sus satélites, la antigua República Socialista Soviética de Kazajistán.
Lo anterior trajo como consecuencia, que los gobiernos,
español y kazajo, decidieran hacer un acto en honor a los ciudadanos españoles
que habían fallecido o bien, habían sobrevivido después de haber sufrido largos
años de cautiverio en la prisión kazaja. Invitaron a los sobrevivientes y sus
familiares, cancelando los gastos de viaje, para participar de dicho homenaje,
que se llevaría a cabo en Astaná, capital de la República de Kazajistán.
Benjamín Azcárraga y algunos de sus amigos
sobrevivientes de aquella tragedia, como lo eran: Leandro Acuña y Flavio
Ayerbe, fueron invitados y viajaron con la comitiva para estar presentes en la
ceremonia.
Mayo de 2015
Ciudad capital de Astaná,
República de Kazajistán
Era el día de la ceremonia oficial.
Habían pasado sesenta y un años desde
aquel día de 1954 en que los liberaron de su cautiverio. Las lágrimas brotadas
desde el fondo de sus almas no alcanzaban a salir y quedaban convertidas en una
expresión ahogada, reflejada en las miradas. Era el momento de rememorar un pasado que parecía rodar por las mejillas curtidas de
aquellos ancianos. En el alma se sentía un dolor sordo que gritaba silente, al
escuchar la trompeta entonar un himno en honor a los caídos, entre ellos,
muchos niños, sus antiguos compañeros, quienes habían muerto en esas
condiciones.
Varios grupos de ancianos sobrevivientes
y sus familiares, habían venido desde diversas provincias, invitados por las
autoridades kazajas y españolas, para representarse a sí mismos o a los
prisioneros fallecidos, en aquel que había sido el tristemente célebre, Gulag, (Campo
de concentración), Spassk N° 99, en la provincia kazaja de Karaganda. Una
historia que, no siendo única, se había repetido una y otra vez, en muchas
otras prisiones a lo largo del inmenso territorio soviético y no solo con
prisioneros españoles, sino de otras múltiples nacionalidades, incluyendo
prisioneros rusos esclavizados por su propio gobierno.
Aquella era una mañana plena de sol, casi
al final de la primavera, como si la naturaleza también quisiera otorgar un
último saludo, en honor a los prisioneros caídos en aquel infierno.
Entre el gentío presente, a un lado, en
una esquina, estaba un grupito de tres ancianos sobrevivientes, que por ventura
del destino habían alcanzado la libertad tiempo atrás. Venían procedentes de
las provincias de Asturias y Vizcaya, y ahora unidos, tal como habían
permanecido en prisión, y así se habían mantenido cercanos en los años
subsiguientes, cuando la libertad les había sonreído. Ahora eran venerables
octogenarios, sin embargo, su memoria
aún permanecía indemne.
Una viejita encorvada y delirante, quien
parecía desvariar, quizás por una incipiente locura, y con muchos más años
encima que los que cualquier otro parroquiano hubiera podido soportar, se
acercó a los tres ancianos para preguntar por uno de los desaparecidos, y les
dijo en ruso:
—Perdón, ¿ustedes son de los sobrevivientes de Karaganda? Es que quisiera saber algo de un prisionero, de quien nunca más volví a
tener noticias; supe finalmente que estaba en esa prisión, pero nada más. ¿Será
que ustedes saben algo de él? Se llamaba
Cheslav Stepanov.
—¿Y quién
es usted, señora? —preguntó uno de ellos, también en ruso, y con cierto tono
displicente.
—Yo soy su esposa, me llamo Svetlana
Stepanov, —repuso la anciana—, y han pasado muchos años sin tener noticias de
él, ni saber cuál fue su suerte, nunca nadie me dio razón y las autoridades
siempre me dijeron que estaba desaparecido.
La miraron sorprendidos, y en ese
instante, los recuerdos lejanos se atropellaron en sus mentes y bajaron las
miradas, pues las lágrimas ya comenzaban a asomar cuando la escucharon
mencionar ese nombre…
—Mucho gusto señora, yo soy Leandro
Acuña, —y lo dijo con dulzura.
—Yo soy Benjamín Azcárraga, mucho gusto
en conocerla.
—Y yo me llamo Flavio Ayerbe, mucho
gusto en conocerla, señora Stepanov, es un gran honor para nosotros encontrarla.
—Claro que lo conocimos señora, —dijo
Benjamín—, le decíamos Chelá, era todo un personaje, un sabio, le teníamos
mucho cariño. Lo vimos caer desfallecido y lo mínimo que pudimos hacer fue
ayudar a enterrarlo a la vera del camino, el día de su muerte. Él era un hombre
de ciencia, y todos sabíamos de la injusticia que significaba que estuviera en
esa situación.
—Eso fue hace muchos años, señora Stepanov,
—dijo Flavio Ayerve—, nosotros ni siquiera llegábamos a la edad adolescente,
cuando fuimos hechos prisioneros con la excusa de cualquier minucia, ya que en
aquel momento, en plena guerra mundial en 1941, casi todo extranjero que
estuviera en suelo soviético, tenía una alta probabilidad de ser considerado
espía de Occidente y enviado a los campos de concentración soviéticos, como
sucedió con Chelá, quién, a pesar de ser ruso de nacimiento, llevaba encima el pecado
de ser un hombre pensante y crítico del régimen.
—¿Pero, a ustedes de que los acusaron?
—preguntó la anciana.
—Pues mire señora, —dijo Leandro—, en
adición al hecho de ser extranjeros, nosotros no teníamos nacionalidad alguna
en aquel momento y estábamos en medio de dos bandos opuestos.
Según nos informaban los españoles del
bando de izquierda, el régimen fascista del general Francisco Franco, se negaba
a reconocer nuestra nacionalidad, por tener padres comunistas y canceló nuestra
posibilidad de regresar a España, al final de la Guerra Civil Española, en el
año 39 y subsiguientes.
De otra parte, según informaban los
representantes del gobierno de Franco, quien impedía nuestro regreso a suelo
español, era la dirigencia soviética, mancomunadamente con el PCE (Partido
Comunista Español), y de haber insistido en irnos, hubiéramos sido considerados
disidentes renegados antirrevolucionarios.
De todas formas, sea como fuera,
quedamos a la deriva, lo que llevó a que muchos españoles, entre otros algunos
niños como nosotros, fuéramos enviados a los Gulag soviéticos, entre otros al Gulag
Spassk N°. 99, de Karaganda,
aduciendo cualquier mentira, con tal de conseguir esclavos y llenar el cupo
requerido en canteras y campos de trabajo forzado de la Unión Soviética[1].
Ahí conocimos a Chelá, él nos ayudaba y
nos instruía en la prisión. En las noches, en las barracas, nos daba charlas de
muchos temas maravillosos. Era un hombre extraordinario y nunca lo olvidamos.
—Chelá murió, si no estoy mal, en el
año 47 o 48, —agregó Flavio—, era un hombre muy bueno, siempre distraído en sus
teorías complejas, aunque él intentaba por todos los medios, explicarnos todo
acerca de esos temas profundos; la física, la cosmología, la mecánica cuántica,
la física teórica, la relatividad y la teoría del todo, que aún estaba en
pañales.
—Aún me acuerdo, —dijo Benjamín—, de
las clases que nos daba en las barracas de la prisión, y él siempre obsesionado,
hablando de la realidad, de la verdadera realidad, la de los átomos, y de las
partículas subatómicas, era toda una maravilla escucharlo e incluso, nos
contaba cómo la conciencia influía directamente en el establecimiento de la
realidad. Ah, esos recuerdos nunca me han abandonado.
—A mí tampoco, —dijo Leandro
Acuña.
Hablaron largo rato, ellos contando los
pormenores de la vida en prisión. A la anciana señora le brillaban los ojos de
emoción, escuchando a los tres longevos señores. Luego de agradecerles, la
anciana se despidió y se alejó con paso cansado, pero con una expresión de
alivio en su rostro. Por fin había tenido noticias de su esposo fallecido 67
años atrás, y ella ya podía descansar en paz.
Ahora, después de tantos años, ellos
habían regresado de visita al infierno de Karaganda. Sin embargo, el olvido había pasado de largo sin tomarlos
en cuenta, pues las memorias aún estaban frescas y desde sus otrora mentes infantiles, les llegaban esas imágenes que permanecían
incólumes, sosteniendo el recuerdo de los años perdidos.
Por
ejemplo, recordaban aquellos pocos correos que llegaban a prisión, siempre
ausentes de cartas familiares, alborotando las memorias como vientos
borrascosos, al igual que llegaban tempestades y ventiscas desde la lejana
Siberia, trayendo extrañas imaginaciones desde más allá de los polares montes
Cherky, cercanos al mar de Láptev, en el remoto noreste siberiano, en la
península de Kamchatka, colindando con el Mar de Bering, y transportando
nombres de poblados que nada significaban para ellos, como Anadyr, Yakurk,
Krasnoyarsk o Nobosibirsk, en la Siberia Soviética, o Astaná, un poco más al
sur, en la República Socialista Soviética de Kazajistán, nombres estos mencionados
por los prisioneros rusos, pero el peor de todos, Karaganda, nombre del lugar
infame, que antes jamás hubieran soñado conocer, ni en la peor de sus
pesadillas infantiles, pero ahora, significaba el recuerdo de los días más
oscuros en la prisión asignada, el llamado Gulag Spassk No. 99, situado allá, en aquel patético lugar,
llamado hasta la saciedad, Karaganda, un nombre cuya memoria seguía vigente con
desgarradora claridad, después de transcurridos sesenta y un años.
A pesar
de los modernismos en la Kazajistán actual, en sus mentes aún
subsistía la memoria de los días oscuros en medio del lodo manchado de nieve,
las canteras anegadas de inmundicia, los caminos helados de charcos sin fin, el
hambre constante y aquellas terribles labores que aniquilaban sin piedad, el
cuerpo y el alma de quienes fueran los más débiles.
Y también llegaban volando, desde los años fugados, los recuerdos, esos
recuerdos terribles de su envío al exilio, desde su propia patria, ya casi olvidada,
cuando habían sido empujados por sus propios parientes, dizque para gozar de la
experiencia comunista soviética, lo que se había convertido en un desastre
total, vivido por ellos dentro de los muros de la prisión, detrás de las
mortales cercas eléctricas de los Gulags de la URSS, que con los 25.000 voltios,
carbonizaban los cuerpos de aquellos desesperados que no aguantaban más y se
lanzaban contra el vallado para terminar con sus sufrimientos de una buena vez.
Sí, todo esto aún
persistía, en el recuerdo de los años perdidos, en Kazajistán.
—
O —

Muy tristes recuerdos de la vida vivida injustamente.
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